miércoles, 20 de octubre de 2010


ANÉCDOTA DE LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA

Ya no quedaba un romano en pié, los había vencido por tercera vez. Pero no se hacía ilusiones; sabía que vendrían por él. No tuvo que esperar mucho, Escipión EL AFRICANO apareció como por arte de magia al frente de un enorme ejercito y por primera vez se vio forzado a retroceder. Sólo le quedaban dos elefantes cuando abandonó Italia y hubo que comerse uno en el regreso a Hispania. La costumbre dictaba que primero se alimentaran los oficiales, después los soldados y por último las mujeres que acompañaban al ejercito.
Cuando llegó el turno de las mujeres, Anibal ordenó que a la suya le sirvieran su porción en su tienda privada. El plato consistía en cortezas de patatas y el rabo del elefante cocinado a la brasa. Efigenia, como se llamaba su mujer, descendió de su trono ciega de ira, no sin antes proporcionarle al esclavo que le servía de REPOSAPIÉS una patada en el trasero. Maldijo a los dioses, después a los generales y finalmente a todos los hombres incluyendo a su marido. Anibal, sin perder la calma, la miró con tristeza compadecido de su aparente pérdida de cordura y dirigiéndose al cocinero le preguntó si el elefante había dado abasto para alimentarlos a todos. El hombre respondió que aún quedaban los criados y la servidumbre. Anibal le pidió que se acercara y le susurró al oído:
— Esta noche cenaran cocido de tetas y rebanadas de nalgas— y sin más contemplaciones ordenó al cocinero que se llevara a su mujer.

Marco Antonio

miércoles, 13 de octubre de 2010


BANDERAS AL VIENTO

Vivía en un oscuro callejón de Madrid y se jactaba de conocer la vida privada de todos los que habitaban sobre su cabeza. Los cuatro pisos que se erguían a ambos lados del angosto espacio, sujetaban con precariedad una decena de balcones. Rara era la vez en que se podía ver el cielo, todo estaba ocupado por tendales donde se colgaban las historias de cada inquilino. Después de tanto tiempo habitando aquél lugar, Marcelino, de un vistazo podía reconocer los manteles, la ropa de cama, las piezas íntimas y hasta los calcetines de la gente mayor. Banderas al viento gritaba para el deleite de algunos y la angustia de otros cuando una nueva tanda de la colada aparecía en algún balcón.
—Hoy se cagó Don Eleuterio y Elenita la del tercero por fin se cambió las bragas— vociferaba a todo pulmón desde el callejón.

La Guardia civil no tardaba en aparecer para llevarlo arrastras al calabozo. Pero en pocos días ya estaba de regreso para gritarle a la colada de turno:

– ¡Hay un nuevo inquilino en el piso de Socorros, los calzoncillos del otro eran de patitas!


Marco Antonio