lunes, 17 de enero de 2011

DOS HISTORIAS EN UNA `...



Le ofrecí un cigarrillo, el levantó la cabeza y me miró. Sus ojos tenían ese aspecto mohoso y cansado que no parecía enfocar la realidad. Sentado allí, contra el muro de la iglesia tocando la guitarra daba una impresión de conformidad, de estar perdido en su propio fracaso. Pero aquél hombre, bien sabía yo, había sido uno de los más distinguidos compositores de música rock en los años sesenta en Inglaterra. Tomó el cigarro, lo colgó de una esquina de su boca y continuó rascando las cuerdas de la guitarra.
Me senté a su lado y casualmente le pregunté:
—¿John?
No recibí respuesta ...
—¿John Kerry? –insistí-. Me acuerdo de ti, mi padre me llevó a ver aquel increíble concierto en Londres en el sesenta y tres cuando presentaste por primera vez tu famosa balada “Christ for all”.
Dejó de tocar la guitarra, levantó la cabeza para mirarme y una leve sonrisa se asomó a sus labios.

—“Chris for all” — rezongó mientras rascaba las cuerdas del instrumento. Pausó un momento para tragar en seco y continuó en un tono de voz muy bajo como si estuviera hablando consigo mismo-: ¿Dónde estaban ustedes cuando Felicia pidió ayuda?

-¿Felicia?– le respondí algo confuso, ya que no reconocía ese nombre.

-Felicia Carwight. El Ángel – añadió él sin levantar la cabeza.

Recordé entonces que se estaba refiriendo a la famosa cantante inglesa que formó parte de su banda en aquellos años. Una de las pasiones de mi padre quien en su juventud fuera un fanático de la música rock. Entre sus favoritos, “John Kerry y su Mantra”, como entonces se llamaba el grupo, ocupaba un lugar de preferencia.

– ¡Ah sí, ya recuerdo!– aventuré-. Formaba parte de tu organización y por cierto, un poco después de aquella gira, dejó el grupo y no tardó mucho en convertirse en una solista muy cotizada. Si mal no recuerdo, desapareció en el apogeo de su carrera y nunca más se supo de ella, como si se la hubiera tragado la tierra.
Por primera vez, John me miró directamente a los ojos. Me sorprendí al verlo tan de cerca. ¡Cuánto había envejecido! Los estragos del tiempo o la mala vida estaban ahí, repujados en su rostro curtido.

–Escucha, como te llames –comentó John mientras continuaba acompañándose con una música de fondo-. Te voy a contar una historia de la vida real. Algo que sucedió hace un tiempo; algo que ni tú ni tu padre le hubieran prestado la más mínima atención aunque hubiese sido noticia de primera plana.

Entonces sus dedos bailaron con más fuerza sobre las cuerdas y comenzó a contar ....

Me miraba con aquellos ojos biliosos flotando en el humor amarillo que inundaba sus cuencas profundas. Al verme, trató de sonreírse pero en vez, me regaló una mueca. De los extremos de sus labios agrietados escapaban hilos de espesa saliva en burbujas malolientes. Corrí a socorrerla, la limpié lo mejor que pude y besé su frente. Inconscientemente me apoyé en su pecho y de la turgencia de otros tiempos quedaba una gelatina de pellejo que cubría el costillal de su caja toráxica.

Fue mi amante por más de una década. Ahora moría la muerte que ella misma había elegido. Ahora estaba pagando la deuda de tantos años de concupiscencia en el “village” de Nueva York. La droga, la comuna, la insaciable búsqueda de nuevos placeres habían horadado el camino por donde las consecuencias de aquella buena vida ahora regresaban a cobrar su precio. Ya no quedaban defensas fisiológicas en el guiñapo de su cuerpo. El SIDA la devoraba impunemente en el silencio interno de sus células. Ésta era nuestra despedida. Su médico de cabecera, a la entrada, me surró al oído que no vería otro amanecer.

Colgué la guitarra alrededor de mi cuello y tantee las cuerdas para arrancarles aquella melodía que tantas veces compartimos a la luz de las velas en la escalera de emergencia de la calle Mulberry en el “village”. Ella trató de acompañarme como entonces lo hacía. Pero sólo sus labios resecos y agrietados se movieron al compás de las notas de la guitarra persiguiendo mi voz trémula en harmonía con las lágrimas que me nublaban los espejuelos. Entre estrofas, le conté historias de aquellos tiempos, de nuestros éxitos cuando hacíamos música. Le hablé de los que compartieron nuestra cama y de la experiencia en “woodstock” cuando nosotros y otros miles de “flower children” se unieron en la más apocalíptica aventura de los años sesenta.

Seguí arañando las cuerdas después de que ella había escapado a mejor mundo. En ese místico momento, la mueca desapareció de su rostro y la primavera de la sonrisa de otros tiempos se retrató otra vez en su semblante. Dejé de tocar y la besé en los labios. Monté la guitarra a mis espaldas y me alejé por el pasillo del hospital cargando un manojo de memorias mientras tragaba en seco la amarga realidad de que también, mi vida se estaba apagando.


-Ese es el capítulo final de su historia, “como te llames”– me increpó con sarcasmo–. Me lleva ventaja la guarra, pero no mucha.

Carraspeó varias veces y escupió parte de su alma en las escaleras de aquella iglesia.

Tiempo no le sobra, me dije.

Marco Antonio