miércoles, 16 de marzo de 2011

EL ÚLTIMO QUE CIERRE LA PUERTA

Él había insistido que se leyera su testamento en el tanatorio justo antes de que lo llevaran al cementerio.
Con la viuda entraron en el recinto sus dos hijos y la más pequeña de las niñas que el día de su muerte había cumplido los treinta y siete años. Las mayores que eran siete, ya se encontraban sentadas en el primer banco frente por frente al ataúd que por estrictas ordenes del occiso permaneció abierto durante la ceremonia para que todos los allí presentes pudieran verlo.
El notario, consciente de su responsabilidad, aguardaba con un grado de impaciencia el momento preciso para comenzar con la lectura de las últimas voluntades. En la segunda fila estaban los hermanos del difunto, sus tíos y la mujer de su padre, ya desaparecido bajo sospechosas circunstancias. Un disparo entre los ojos terminó su estancia en este mundo. La triste señora iba acompañada de su escolta quince años más joven, sus asesores financieros y media docena de guardaespaldas. En la tercera fila, los Capo Mafiosos que según rumores infundados, eran los responsables del inesperado y traumático evento que los había congregado en tan solemne lugar esa mañana.
Ahora comenzaban a llegar los parientes más alejados, aquellos que por algún pretexto o alucinación estaban convencidos de que sus nombres aparecerían en el legado que empuñaba el notario. A simple vista ya no era posible acomodar un alma más en la sala, el silencio, el calor y las emanaciones corporales comenzaban a ser insoportables. El féretro, también a petición del difunto, había sido colocado en un ángulo que permitía a la audiencia contemplar el cadáver desde todos los rincones. Curiosamente sus ojos permanecían abiertos dando la impresión que el ya desaparecido hampón contemplaba a la audiencia con un gesto incriminatorio y algo sarcástico embalsamado en su rostro.
Finalmente el notario desenrolló el pergamino y dio comienzo a la lectura del testamento. Fue entonces cuando por la puerta principal irrumpió el jefe de la policía con un contingente de agentes armados hasta los dientes. Sin importarle las consecuencias, el hombre, alzó el arma y disparó hacia la bóveda del techo:
— ¡Que nadie se mueva!— vociferó el jefe.
El ruido fue ensordecedor, pero nadie se atrevió a mover un músculo. Entonces, viendo que había acaparado toda la atención de los allí presentes ordenó al notario que continuara con la lectura...

Querida familia:
Ahora que están todos aquí, el último, que cierre la puerta, porque esta vez no habrá escapatoria. Entregué los libros del contable al jefe de la policía cuando mis bienes fueron confiscados. Alguien en esta familia se fue de la lengua, yo por mi parte estaré esperándoles a las puertas del infierno.
Antonino Matasano.