viernes, 6 de agosto de 2010

EL ÚLTIMO REFUGIO





El informe del forense leía más como ciencia ficción, no como un documento procedente de la morgue de vextor VII. Allí en letras de molde se certificaba que Wenceslao Abalzisketa había fallecido de un infarto del miocardio; una condición prácticamente desconocida desde la segunda mitad del siglo XXVIII. Los avances tecnológicos en el campo de la medicina no contemplaban la posibilidad de una ocurrencia de esa naturaleza. Para entonces se había erradicado el cáncer, la formación de aneurismas en el sistema cardiovascular, la enfermedad de alzheimer, la gripe y las múltiples condiciones biológicas y psíquicas que causaban la disfunción eréctil, una situación que en los últimos dos siglos había contribuido drásticamente a la merma de la población del planeta.


En el caso de Wenceslao su ADN simplemente dejó de regenerarse y su cuerpo comenzó a envejecer de manera exponencial. Según pasaban los días su organismo languidecía creando un estado anímico que deterioraba inexorablemente acercándose peligrosamente a los límites de una realidad desconocida para la ciencia. Nadie pudo explicar la inesperada aparición de esta condición: un cuerpo cuyos órganos internos envejecían y que a la vez, en su exterior, parecía retroceder en el tiempo disminuyendo en tamaño y aspecto físico. Aún así, luchó hasta el último momento, rehusando a darse por vencido y abandonar el espacio físico que ocupaba. Ocurrió sin previo aviso. Su corazón dejó de latir y Wenceslao se convirtió en la última estadística procedente de vextor VII. Un nombre más en la base de datos que contabilizaba las defunciones del planeta y su satélite.


La muerte de Wenceslao marcó el principio del reconocimiento que en el planeta estaban ocurriendo anomalías físico-ambientales alarmantes. El tiempo parecía alargarse, se comprobó que el movimiento gravitacional del sistema estaba cambiando, respirar se hacía mucho más difícil. Nadie prestaba mucha atención a los cambios, excepto los científicos, la gente se divertía saltando de un lugar a otro con una agilidad sin precedentes. Debido a la merma en la gravedad, desconocida por el público en general, se producía la sensación de que al moverse con prisa uno flotaba ligeramente en el espacio.


Pronto otras muertes como la de Wenceslao comenzaron a registrarse en otros vextors del planeta. El pánico cundió cuando los medios de comunicación lanzaron al aire la noticia de que la luna estaba perdiendo su equilibrio gravitacional y se acercaba peligrosamente a la tierra. Los preceptos que siempre gobernaron la astro física contemporánea estaban siendo cuestionados. Entre los eruditos se contemplaba seriamente una vieja hipótesis: El tiempo y la luz podían extinguirse por el vórtice de un agujero negro cuya fuerza podía desfigurar el equilibrio del universo. Si eso ocurría, volveríamos al caos, donde todo concepto era invalido y el tiempo nunca tuvo sentido…


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Los lentes bifocales de Bartolo se estrellaron contra el piso cuando su cuerpo comenzó a deslizarse por la superficie de su sillón de cuero acolchonado. El ordenador emitió una serie de pitidos y la pantalla parpadeó. Bartolo despertó alarmado y recuperó su postura. Clavó sus ojos en la imagen, pero sin los bifocales no podía descifrar lo que había escrito. Recogió los lentes de la alfombra y los ajustó sobre el puente de su nariz. Miró el reloj en su muñeca y haciendo un esfuerzo mental recordó que sólo había logrado desarrollar dos páginas del artículo que escribía para PULP MAGAZINE, una publicación dedicada exclusivamente a la ciencia ficción. Volvió a mirar su reloj y decidió que era mejor irse a la cama, manipuló el ratón hasta que el ordenador dejó de emitir el monótono ruido del ventilador y la pantalla se oscureció hasta parecer un agujero negro. Bostezó. se levantó del sillón y abandonó la pequeña sala. Subió con dificultad la escalera de caracol que lo llevaba a su alcoba en el ático y abrió la puerta. El ensordecedor silencio le golpeó los sentidos, la total oscuridad lo aterrorizó, pensó que si daba un paso más caería al vacío. En los agujeros negros no existían las dimensiones, ni el concepto del tiempo era válido. La terrible fuerza magnética se tragó al escritor, su cuerpo, junto con el resto del universo regresaron al caos.



Marco Antonio.