lunes, 16 de abril de 2012

RETAZOS DE LA VIDA

Este relato será presentado en cuatro partes que se publicaran los domingos.Espero que lo disfruten.
Marco Antonio

ÚLTIMO CAPÍTULO

Mi madre se sentó a mi lado en el sofá frente a la televisión. Se mantuvo en silencio concentrada en el programa que estábamos viendo. Algo extrañado porque no era normal para ella ver la televisión sin hacer comentarios, le pregunté si todo estaba bien.
—La verdad, hijo mío, es que me tienes algo preocupada. — fue su respuesta sin apartar los ojos de la pantalla.— Esa niña, como se llame, creo que me dijo que su nombre era Andrea. Me fijé en los manguillos del sujetador y te digo que si no eran de color marrón, estaban tan mugrientos y empercudidos que daban pena mirarlos y menos exhibirlos. Al parecer, también se come las uñas y si fueras más atento le mirarías las orejas porque no creo que las haya limpiado en mucho tiempo. Me quedé con la impresión de que es un poco puerca y si eso es así; ¡Válgame Dios cuando llegues a intimar con ella, porque estoy segura, con lo limpio que tú eres, que aún no lo has hecho! Espero hijo mío, que Dios te coja confesao.
La noche del viernes llovió a cantaros, así que decidimos quedarnos en el Centro social cristiano y ver la televisión. Era un amplio espacio agradablemente diseñado con el propósito de proveer cierta privacidad a las parejas. Los muebles, aunque algo viejos, eran muy cómodos, con divanes y sofás agrupados en forma de pequeños saloncitos separado por paredes divisorias abiertas al salón principal. Ordenamos una pizza por teléfono y nos acomodamos en un sofá lo bastante aislado para poder conversar y no molestar a los que disfrutaban de la televisión.
La besé en la mejilla y con mucho tacto inspeccioné el interior de su oreja izquierda, mi madre tenía razón. Conversamos algo sobre los planes para las vacaciones del próximo verano y con toda la naturalidad del mundo rodeé mi brazo sobre sus hombros; los manguillos del sujetador estaban desteñidos y no tenían un aspecto pulcro.
A mi madre no se le escapaba nada. Llegó la Pizza e hicimos un alto para cenar. Ella se quejó del calor que hacía en aquella esquina y sin pensarlo un momento, removió sus zapatos. El cielo se vino abajo, de súbito el ambiento se permeó de un olor fétido de tal concentración que se me hacía imposible respir ar. Las nauseas se apoderaron de mi, fue un reflejo involuntario que no pude controlar. Mi repulsión fue tal, que apenas tuve tiempo para excusarme y alcanzar la calle a tiempo para regurgitar.
—¡Madre que sabia eres!— me dije y escapé por la misma calle donde el romance había florecido pero que nunca más transité.
Mi ruta al trabajo se hizo más larga y complicada, nuevamente comencé a llegar tarde para el disgusto de mi jefe. El fantasma de aquella breve experiencia amorosa aún me persigue cuando me fijo en los hombros nacarados de las chicas que ahora comparten conmigo, allí donde los manguillos del sujetador casi les corta la circulación.

FIN DE LA HISTORIA

Marco Antonio



TERCERA PARTE


Los viernes el equipo de control de calidad se reunía para realizar pruebas gustativas, es decir, estábamos obligados a ingerir muestras del producto confeccionado durante la semana. Yo fui signado al grupo de los neófitos que por primera vez probarían muestras de un chocolate laxante. La experiencia fue agradable y se llevó a cabo alrededor de una mesa ovalada donde se habían colocado docenas de pequeños receptáculos de cristal conteniendo trozos de chocolates laxantes, todos debidamente etiquetados. Los catadores de antemano se les asignaban muestras codificadas que debían probar y según sus experiencias gustativas proceder a rellenar un formulario con sus impresiones. Cada uno de nosotros ingería de tres o cuatro gramos de chocolate laxante en esas rondas de los viernes. Los que ya estaban acostumbrados a estas actividades, por lo general lo llevaban con gran naturalidad y al parecer no sufrían ningún efecto. Los neófitos sí se enfrentaban a una nueva experiencia y a circunstancias impredecibles.

La noche del viernes después del trabajo, la dedicábamos al deporte. Nos reuníamos en una bolera para socializar y divertirnos. Aquella noche mi compañera fue Anita, la secretaria de Recursos Humanos que formaba parte del equipo y llevaba algún tiempo manteniendo relaciones subrepticias conmigo. Terminó el partido y continuamos socializando por largo rato con el resto del grupo. Finalmente Anita expresó su deseo de retirarse y así lo hicimos discretamente.

Anita vivía en un piso que compartía con tres amigas. Su habitación estaba al final del pasillo contiguo al aseo. El lugar era pequeño, estrecho y la única ventana daba hacia un patio de luces. Hicimos el amor desesperadamente en una cama de 90 centímetros diseñada para acomodar a una persona. Por problemas de espacio ella la mantenía pegada a la pared.

Desnudos y exhaustos quedamos dormidos prácticamente el uno sobre el otro. Sería alrededor de las tres de la madrugada cuando comenzaron las turbulencias en mi estómago, sin dudas el efecto del chocolate ingerido aquella tarde. La tripa necesitaba con urgencia encontrar el desahogo para la inminente catástrofe que se aproximaba. Allí me encontraba en total oscuridad, en una cama ajena de la que no podía escapar ya que el lado izquierdo por donde yo intentaba incorporarme era la pared sólida contra la que se apoyaba la cama. Así que permanecí entrelazado al cuerpo de la pobre muchacha que empezaba a dar indicios de despertarse. La descarga fue espontánea, totalmente inesperada e impredecible, ella despertó por completo y trató de incorporarse lo cual le fue imposible con el peso de mi cuerpo desnudo sobre ella. Cuando por fin pude orientarme a tientas busqué el conmutador de la luz, ella percibió el mal olor y se palpó los pechos, la barriga y la pelvis y al llevar la punta de sus dedos a la nariz, exclamó horrorizada:
— ¡Esto huele a mierda! ¡Te has cagado encima de mí! — y saltando de la cama, comenzó a gritarme improperios.
De más está añadir que nunca más me dirigió la palabra, pero el incidente quedó entre nosotros. La experiencia me sirvió para ser extremadamente frugal y cuidadoso los viernes por la tarde durante las pruebas de las muestras del eficaz y engañoso producto.

Próximo domingo la última entrega



SEGUNDA PARTE
Aquellos simios estaban allí para cumplir un propósito muy importante en el control de calidad de los productos. La colonia estaba dividida en grupos de diez e identificados por sexo y tamaño. Todos los lunes ingerían una dosis de la muestra extraída de la mercancía recién llegada al almacén como parte del control de calidad. Las dosis eran calculadas con extrema exactitud de acuerdo al peso de cada animal. Me asignaron, entre mis múltiples tareas, la delicada operación de contar el número de veces que los animales defecaban en un periodo de tres días. La actividad intestinal era importante pero también se calculaba el volumen y el espesor de los residuos fecales, una faena desagradable si imaginamos el efecto que puede causar la presencia de sesenta monos con diarreas.

Ahora nos encontrábamos en las mañanas y también al regreso en las tardes. Se llamaba Andrea y mi alegría al salir del trabajo,recién desinfectado y perfumado, era encontrarme con ella en aquella calle donde siempre coincidíamos. Comenzaba a florecer un romance, aunque aún éramos nada más que amigos. Todas las tardes nos desviabamos de la ruta para refugiarnos en una cafetería no muy lejos del lugar donde ella vivía. Andrea era mucho más hermosa de lo que había podido apreciar durante nuestros breves encuentros. Con el tiempo me contó algo de su vida, había perdido a sus padres antes de cumplir los diez años de edad, ahora vivía en una residencia para jóvenes cristianas y trabajaba para una agencia publicitaria.

Después de varios meses nuestra relación cruzó la frontera de la amistad y una tarde fuimos a conocer a mis padres. Aquel primer domingo cenamos en nuestra casa y la velada fue agradable. Andrea, con sus exquisitos modales, al parecer, había conquistado el corazón de mi madre y al despedirnos mamá la abrazó cariñosamente y la besó en las mejillas. Para mí, fue uno de esos momentos felices que en ocasiones nos toca vivir. Regresamos a la residencia para jóvenes cristianas y mi adorada Andrea parecía derretirse en mis brazos. Al abrazarla me pareció que su perfume era extremadamente fuerte, algo así como un Channel#5 que anestesiaba todos los sentidos.



PRIMER CAPITULO


Todas las mañanas a la misma hora sosteníamos un apresurado cruce de miradas cuando nuestros caminos se cruzaban en aquella calzada. Desde que la descubrí avanzando apresuradamente por la acera con aquél ondulante movimiento de caderas, no quise perderme una sola oportunidad de verla. Con el tiempo, hasta mi jefe estaba impresionado porque ya no llegaba tarde y desde aquel primer encuentro con ella, me había convertido en una persona muy puntual.

Por aquél entonces trabajaba en Brooklyn, New York, en un laboratorio farmacéutico dedicado exclusivamente a la elaboración de productos laxantes. Su más cotizado catártico se formulaba mezclando chocolate derretido con el ingrediente activo para luego moldearlo en forma de tabletas que se asemejaban peligrosamente a los bombones de chocolate de cualquier confitería. Me habían asignado al departamento de investigaciones biológicas donde por dos años estuve a cargo de cuidar un grupo de sesenta monos del género Rhesus. Animales feroces de largos colmillos y afiladas garras, todos importados de la India.

Parte de mi rutina diaria consistía en alimentarlos y limpiar los excrementos que se depositaban en las bandejas que descansaban sobre los pisos de las jaulas. Al principio, el hedor era espantoso, pero como todas las cosas, con el tiempo uno se va acostumbrando al olor a mierda. El reglamento del departamento exigía que antes de abandonar el recinto, me duchara, primero con un desinfectante químico y después con un jabón amarillo para asegurarme de que no transportaba gérmenes contagiosos que pudiesen estar incubando en mi epidermis por el contacto directo con los simios.

No sé cuándo, pero la primera vez que sonrió, yo le respondí con un “hola” y desde entonces continuamos con esa rutina hasta que encontré el valor necesario para detenerme ante ella y entablar una nerviosa conversación que cambió la rutina de nuestras mañanas.