miércoles, 23 de junio de 2010



VÍCTIMA DE LAS CIRCUNSTANCIAS

Me habían acusado de participar en actos lúdicos y exposición indecente en un establecimiento público. Una interpretación contenciosa y arbitraria, a mi juicio. el abogado de oficio no concurría con mi opinión y sugirió que debería declararme culpable. Pedí que me cambiaran al letrado; no lo conseguí.

Ermenegilda era la dueña. Oficiaba de camarera parte del tiempo, la otra parte, como anfitriona del negocio. Estábamos allí respondiendo a la solicitud que ella había publicado en el periódico. Buscaba hombres con experiencia para actuar como "strippers". En verdad, aquello era un cabaret, un lugar altamente conocido por la sociedad hippiosa de la ciudad por el sensacionalismo de sus funciones teatrales: la sátira del doble sentido, el alto contenido sexual y sí, las aberraciones que ocurrían discretamente tras el cortinaje que separaba el bar-teatro del resto del local de atrás, en la parte oscura de un pasillo que siempre olía a Channel # 5 y donde estaban las habitaciones iluminadas con bombillitas rojas y las camas de agua arropadas con sábanas de satén negro.

Cuando llegó mi turno para ser entrevistado, ella me miró fríamente de arriba abajo y se detuvo en el área de mi cuerpo a nivel del entresijo. Allí clavó sus ojos escudriñando cada centímetro de mis protuberancias que por razones legales estaban cubiertas lo justo para no violar las ordenanzas municipales. Después de un largo rato, por fin relajó la experimentada e incandescente mirada y con un movimiento de cabeza me dio el visto bueno.

Ya para el tercer día de trabajo era lo bastante famoso como para ser reconocido por la clientela femenina que fluctuaba entre los diecinueve y ochenta y nueve años de edad. Llegado el momento cuando ya me había despojado de la última prenda y sólo quedaba protegido por el hilo dental, docenas de manos con uñas pintadas de colores fosforescentes se abalanzaron sobre mí. Continué moviendo mi pelvis mientras que las manos sin nombres prendían billetes de veinte euros por los bordes de mi pequeña y frágil indumentaria.

La viejecita de ochenta y nueve años fue la que dio el tirón final dejándome a la intemperie en el justo momento en que la policía irrumpía en el local.

—¡Quiero un nuevo abogado! ¡ Noo! ¡ Esa vieja no es mi madre y no me iré a casa con ella, auque haya pagado la fianza!


Marco Antonio