viernes, 7 de mayo de 2010

MACHU PICCHU, PERÚ (1533)



El caudaloso Urubamba había quedado atrás. Ahora cruzaba la planicie frente al Huayna-Picchu, la montaña sagrada que se erguía sobre todas las cosas. Sus dedos se movían sobre la caña tapando y destapando los agujeros de la quena. Las notas se desprendían con una cadencia mística que se elevaba sobre la inmensidad de la tierra hasta llegar a la cima. Anunciaba la muerte. Sobre sus espaldas, en un saco de yute, cargaba la cabeza y el alma del último violador.

El hombre de barba blanca había profanado el recinto sagrado. Pisó sobre sus muertos y plantó una cruz entre las Huacas, los dioses de piedra que cuidaban de ellos. La ofensa lo dejó sin cuerpo, sin sangre, tal como lo merecía. La cabeza dentro del saco daba tumbos al compás de las nalgas del indio que apresuraba el paso hacia la ciudad perdida en el tiempo. Machu-Piccho.


Marco Antonio