sábado, 2 de julio de 2011

FINALE




Estaba tan enojado que sus ojos relampagueaban transfigurando el color carbón de los mismos. Sus gestos eran amenazantes aunque no iban dirigidos a nadie en particular y su boca aún sangraba por las fisuras de las mordidas que él mismo se había infligido durante la noche. No podía moverse de su cama, estaba atado con un arnés para que no pudiese hacerse daño pero trataba de escapar de su prisión intentando incorporarse utilizando toda la fuerza de su corpulenta anatomía. Había llegado a la residencia el día anterior.
Fijó su mirada furiosa sobre mí y el trueno de su voz se esforzó en transmitirme su incomodidad, pero no llegué a entenderle nada. Sus palabras eran totalmente incoherentes y el tono definitivamente amenazante. Era un hombre inmenso, su rostro tenía un aspecto terrible y su melena blanca y erizada estaba cortada al estilo militar. Llevaba todo el día y la noche anterior sin probar un bocado, ahora rehusaba los intentos de su hijo por introducir una cuchara de yogurt en su boca.
Sus riñones le habían jugado una mala pasada y, al parecer, no respondían al tratamiento pero estaba alerta y sus ojos perseguían a todos los que entraban y salían de la estancia transmitiendo la mala leche de su carácter. El hijo, su único visitante durante el día, se dio por vencido, desistió del intento y abandonó la sala moviendo la cabeza de lado a lado como para expresar su exasperación e impotencia.
Tres días después, durante la mañana, desfilaron ante su cama los hijos, sus esposas y los nietos para luego desaparecer con la misma presteza con que aparecieron. No se les volvió a ver. Caía la tarde del tercer día cuando lo trasladaron a otra habitación, allí lo encontré, en la terrible soledad que parecen transmitir los que no interesan a nadie. Le saludé con mi mejor sonrisa y él pareció conocerme. Aún quedaba energía en su cuerpo, sus ojos taladraron un críptico mensaje en mi cabeza. A la mañana siguiente, cuando regresé al hospital alguien me comentó que había muerto durante la noche acompañado por el espeso silencio que invade los lugares solitarios.

Marco Antonio