miércoles, 15 de septiembre de 2010

MI MÁQUINA DEL TIEMPO


Con los codos apoyados sobre la mesa del ordenador y los dedos entrelazados como racimo de plátanos, sujeto mi barbilla. Esta es la manera más cómoda para abrir la compuerta donde amasijo mis memorias, mi máquina del tiempo. La habitación encierra todo lo que necesito para crear éste islote imaginario. El tiempo nunca ha tenido mucho sentido ya que se alarga o se estrecha de acuerdo a mis necesidades: escribo, dibujo, computo y exprimo los recuerdos como si extrajera el zumo de una naranja demasiado madura.

El piso de esta habitación está cubierto con una estera de ratán que compré en Japón. Es uno de esos inexplicables misterios de mi vida haber disfrutado el sentarme cruzado de piernas hasta el punto de entumecerme de coyunturas en compañía de quienes era mi obligación entonces de convencer sin ser convencido. Yo en mi idioma y ellos en el suyo consumiendo algas, pescado crudo, té amargo y saki hasta llegar a un acuerdo, siempre inconcluso, que los directores sellaban con el brusco movimiento de sus cabezas y mi apretón de mano.

Las estanterías están repletas de libros leídos y por leer, retratos, láminas y carritos de juguete, también alguna de mis pinturas. Escribo a destiempo, cuando me florece en la piel las ganas de pasear por donde me tocó vivir. Los temas están anidados en mi cabeza, en un circo de experiencias que sufre de vagancia crónica. Pero de vez en cuando las hago bailar en el presente y reconstruyo exageradas situaciones cuando los recuerdos amenazan perderse en mi propio ombligo.

Fue en Tokio donde, por primera vez, probé las anguilas. La Junta de Directores de aquella compañía farmacéutica (todos, porque no faltó ni uno) decidió que ya era tiempo de elevar mis conocimientos gastronómicos y marchamos cuesta arriba hasta la cima de una colina donde estaba situada La Pagoda de las delicadezas celestiales.


La mesa era larga, ovalada y a medio metro del suelo. Allí me acomodaron. Los directores gesticulando muy emocionados se lavaban sus caras y sus manos con toallas remojadas en agua perfumada tan caliente que había que fruncir el seño o soltar un alarido de dolor. Entonces llegó el primer plato, pequeño y rectangular. La porcelana estaba decorada con una exquisitez de indescriptible belleza. Contenía cuatro humeantes pedacitos tubulares de textura rosada simétricamente colocados en el fondo de la diminuta concavidad. A primera instancia me parecieron salchichas, pero no, eran anguilas.

Una manera de preparar las anguilas en esa parte del mundo es atraparlas vivas, cortarlas en trozos y ahumarlas al vapor hasta conseguir una tonalidad rosada. Yo esperé a que mis comensales comenzaran a ingerir la curiosa delicadeza y al repasar sus rostros donde se reflejaba una deliciosa experiencia, me tranquilicé y decidí intentarlo. No fui lo suficiente valiente como para hincar el diente en aquellos atractivos sorullos, así que decidí tragármelos enteros, uno tras otro mientras le sonreía a mi público que me observaban con adoración.

Antes del segundo plato, el director se levantó y comenzó su discurso en inglés del cual no entendí una sola palabra. Las anguilas en mi estómago estaban escaldadas pero no muertas y en aquél preciso momento decidieron trasladarse de un extremo de mi estómago al otro. La sensación fue muy desagradable, la reacción de mi cuerpo, inmediata. Vomité con tal fuerza que el comensal al otro lado de la mesa, sin tener recursos para defenderse, se encontró cubierto de pies a cabeza con mis jugos gástricos y otros menesteres. Todos los orificios de mi cuerpo reaccionaron a la vez. Lágrimas saltaron de mis ojos y mis mocos escaparon por  mi nariz para engominar mi fronrdoso bigote y unirse a las lágrimas que rodaban por mis mejillas. Sentí la humedad en mis pantalones, me estaba orinando. Finalmente perdí el control de la esfinter y me cagué.

Fui inmediatamente trasladado al hospital y después de un lavado estomacal otra ambulancia me llevó hasta el hotel. Los comensales muy preocupados nunca me abandonaron, así que se apiñaron dentro del vehículo cuando medirigía al hospital y también en el viaje de regreso. Muy emocionante y extremadamente educado de parte de ellos. Mi habitación amaneció inundada de flores y algo más tarde, los comensales desfilaron, uno por uno para expresar su vergüenza al haberme “ofendido” de tal manera.

Nunca olvidaré aquella visita. Como punto final añadiré que el incidente de las anguilas me ganó la firma del director y unas condiciones comerciales sumamente ventajosas.


Marco Antonio