sábado, 12 de junio de 2010


                                     WOODSTOCK




Me miró con aquellos ojos biliosos flotando en el humor amarillo que ahora inundaba sus cuencas profundas. Trató de sonreírse y me regaló una mueca. De los extremos de sus labios agrietados escaparon dos hilos de espesa saliva en burbujas malolientes. Corrí a socorrerla, la limpié lo mejor que pude y besé su frente. Inconscientemente me apoyé en su pecho, de la turgencia de otros tiempos sólo quedaba una gelatina de pellejos que cubría los costados de su caja torácica.

Fue mi amante por más de una década. Ahora moría la muerte que ella misma había elegido. Este era su pago por la deuda de tantos años de concupiscencia en el “village” de Nueva York. La droga, la comuna, la insaciable búsqueda de nuevos placeres habían horadado el camino por donde las consecuencias de aquella vida descabellada regresaban a cobrar su precio. Ya no quedaban defensas fisiológicas en el guiñapo de su cuerpo, la enfermedad las había devorado impunemente en el silencio interno de sus células. Ésta era nuestra despedida. Su médico de cabecera, a la entrada me susurró al oído que no vería otro amanecer.

Descolgué la guitarra y tantee sus cuerdas para arrancarles aquella melodía que tantas veces compartimos a la luz de las velas en noches de verano. Melodía que nació y murió como el amor en una escalera de la calle Mulberry. Fue nuestro tiempo joven en el “village” de Nueva York. Ella, desde su cama, trató de acompañarme como lo hacía entonces. Sólo sus labios resecos y agrietados se movieron al compás de las notas de la guitarra persiguiendo mi voz trémula, en harmonía con las lágrimas que me nublaban las gafas. Entre estrofas me inventé historias de aquellos tiempos, le hablé de los que compartieron nuestra cama y de la experiencia en “woodstock” cuando nos unimos a miles de “hippies” en la más apocalíptica aventura de los años sesenta.

Seguí arañando las cuerdas después de que ella había escapado a mejor mundo. En ese místico momento, la mueca desapareció de su rostro y la primavera de una sonrisa se retrató otra vez en su semblante. Dejé de tocar y la besé en los labios. Monté la guitarra a mis espaldas y sin mirar a tras, me alejé por el pasillo cargando un manojo de memorias. Reflexioné mientras tragaba en seco la amarga realidad de que también mi vida se apagaba. 





Marco Antonio

2 comentarios:

  1. Siempre me queda el consuelo de tus letras.

    Un relato muy tierno, querido Marco.

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  2. Todo lo que sube baja.
    Mira tú qué cosas me vienen a la cabeza.
    Me acuerdo de Kerouac, de las calles de Filadelfia, de las pendientes de San Francisco,
    Flores, flores a montones.
    Flores para cubrir tantas tumbas.

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